a un buen comensal vuestro.
A dos me recordáis... dos personas, una de ellas muy ilustre, el difunto
cardenal, el gran cardenal, el de
Rochela, el que llevaba botas cual vos. No es verdad?
--Lo es, --respondió Herblay. --¿Y la otra?
--La otra es cierto mosquetero muy garrido, muy valiente, tan atrevido cuanto
afortunado, que ahorcó
los hábitos para hacerse mosquetero, y luego dejó la espada para
hacerse cura. --Y al ver que Aramis se
dignaba sonreírse, se alentó a añadir: Y de cura se hizo
obispo, y de obispo...
--¡Alto ahí! --dijo Herblay.
--Os digo que me parecéis un cardenal.
--Basta, basta, señor de Baisemeaux. Vos mismo habéis dicho que
calzo botas de caballero; pero ni aun
esta noche, y pese a mis botas, quiero enemistarme con la Iglesia.
--Sin embargo, alentáis malas intenciones. -
--Malas como todo lo mundano.
--¿Recorréis calles y callejuelas enmascarado?
--Sí.
--¿Y continuáis esgrimiendo la espada?
--Sólo cuando me obligan a ello. Hacedme la merced de llamar a Francisco.
--Ahí tenéis vino.
--No es para eso, sino porque aquí hace calor y la ventana está
cerrada.
--Cuando ceno mando cerrarlas todas para no oír el paso de las rondas
o la llegada de los correos.
--¿Conque se les oye cuando la ventana está abierta?
--Clarísimamente, y eso me molesta.
--Pero uno se ahoga aquí... ¡Francisco!
--¿Señor?
--Hacedme el favor de abrir la ventana, --dijo Aramis. --Con vuestro permiso,
señor de Baisemeaux.
--Monseñor está aquí en su casa, --respondió el
gobernador. --Decidme, os encontraréis solo ahora que
el señor conde de La Fere se ha vuelto a sus penates de Blois. Es amigo
muy antiguo, ¿no es verdad?
--Lo habéis tan bien como yo, pues fuisteis mosquetero con nosotros,
--respondió Aramis.
--Con mis amigos nunca cuento las batallas ni los años.
--Y obráis cuerdamente; pero yo hago algo más que querer al señor
de La Fere, le venero.
--Pues a mí me place más el señor de D'Artagnan. ¡Qué
buen bebedor! A lo menos uno puede leer en el
pensamiento de hombres como el capitán.
--Baisemeaux, emborrachadme esta anoche, echemos una cana al aire como en otros
días, y si tengo al-
guna pesadumbre en el corazón, os juro que la veréis como veríais
un diamante dentro de vuestro vaso.
--Bravo, --dijo Baisemeaux escanciándose un buen porqué de vino
y trasegándolo en su estómago
mientras se estremecía de gozo al ver que iba a ser partícipe
de algún pecado capital del obispo.
Mientras el gobernador bebía. Aramis escuchaba con la mayor atención
el ruido que subía del patio.
Como a las ocho y al llegar a la quinta botella, entró un correo con
grande estrépito, pese a lo cual nada
oyó el gobernador.
--¡Cargue el diablo con él! --exclamó Aramis.
--¿Qué pasa? --preguntó Baisemeaux. --supongo que no os
referís al vino que bebéis ni a quien os lo
da a beber.
--No, es un caballo que por sí solo mete tanto ruido en el patio como
pudiera hacerlo un escuadrón ente-
ro.
--Será algún correo, --dijo Baisemeaux bebiendo a más y
mejor. --Tenéis razón, cargue con él el dia-
blo, y pronto, para que no volvamos a oír hablar de él.
--Os olvidáis de mí, Baisemeaux; mi vaso está vacío,
--dijo Aramis mostrando el suyo.
--Palabra que me dais el mayor placer... ¡Francisco!... ¡vino!
--Está bien, señor, --dijo Francisco;... --pero... ha llegado
un correo...
--Que se lo lleve el diablo.
--Sin embargo, señor...
--Que lo deje en la escribanía; mañana veremos. --Y canturreando
añadió: --Mañana será de día.
--Señor, --tartamudeó el soldado Francisco bien a su pesar.
--Cuidado con lo que hacéis, Baisemeaux, --repuso Aramis.
--¿Y de qué he de tener yo cuidado? --exclamó el gobernador,
algo más que alegre.
--A veces las cartas que llegan por correo a los gobernadores de ciudadela,
son órdenes.
--Casi siempre.
--¿No proceden de los ministros las órdenes?
--Sí; pero...
--¿Y no se limitan los ministros a refrendar la firma del rey? --Puede
que tengáis razón. Con todo eso
no deja de ser enojo, so, cuando uno está sentado al una mesa bien servida
y en compañía de un amigo...
Perdonad, caballero, se me había olvidado que soy yo quien os he convidado
al mi mesa y que hablo con un
presunto cardenal.
--Dejemos de lado con todo eso y volvamos a Francisco.
--¿Qué ha hecho Francisco?
--Ha murmurado.
--Malo, malo, malo...
--Sin embargo, ha murmurado, y cuando ha murmurado, es que pasa algo fuera
de lo usual. Podría muy